Ocurrió en 1965, primeros días de agosto. Me hallaba detenido en la Cárcel Municipal de Guayaquil. (Para variar, acusado de “actividades subversivas”).
Entre otras celdas comunes del segundo piso, había una llamada “La Escobería”,
en la cual anteriormente se elaboraba útiles de limpieza. Me alojaron allí
entre una decena de presos, generalmente enjuiciados por tal o cual “levante”,
como ellos denominaban elegantemente al robo.
El local se dividía en varios biombos construidos con frágiles materiales.
Algunos reclusos disponían de un camastro, pero varios dormían en el suelo. Se
daba un caso especial: el de un hombre que había construido un altillo sin
escaleras, al que subía a pulso y del que bajaba a saltos; allí tenía su
estrecha cama, muy cerca del tumbado. Era él de ese tipo de montubio frecuente en
la Costa, especialmente en Manabí: colorado, algo rubio, ojos claros.
Como horario habitual las celdas se abrían a las seis de la mañana y
cerraban a las seis de la tarde. En esas horas, los reclusos desayunaban,
almorzaban, hacían distintos menesteres como vender caramelos o cigarrillos,
jugaban fútbol en el patio o simplemente deambulaban.
La nota principal de mi primer día fue que la guardia mantuvo cerrada con
candado La Escobería durante todo el día, sin explicación alguna, lo que motivó
la airada protesta de los reclusos.
Era evidente que se trataba de una provocación, pues al estar yo
incomunicado allí, los demás sufrirían también incomunicación, supuestamente
por mi culpa. Comprendiendo el fondo de tan injusta medida, les hice ver a mis
compañeros de celda la necesidad de no caer en la peligrosa maniobra encaminada
sin duda a promover rencillas adentro, manteniendo la calma hasta que se
revisara la malévola medida.
El asunto no fue fácil. En el calor del Puerto, sin ventilación adecuada,
con un solo baño al interior, la situación se convirtió en asfixiante. En tan
penosa circunstancia, el célebre escritor ruso Máximo Gorki vino en nuestra
ayuda.
El hombre del altillo, que hablaba poco y ocupaba sus horas tendido en su
camastro leyendo sin cesar, bajó de un salto y se acercó a la puerta que tenía
una ventanilla, la que me incitó a buscar un poco de aire. Entonces me dijo:
- - He
oído que usted es escritor. ¿Sobre que escribe? ¿Ha publicado libros? Lo que es
a mí me gusta leer sobre todo poesía y relatos; ahora estoy leyendo unos poemas de Olmedo. A usted ¿Qué autor le gusta más?
- - Bueno…
Talvez Máximo Gorki, un escritor ruso que narra la vida miserable de su pueblo,
los sufrimientos de la gente pobre, las injusticias que padecían en la vieja
Rusia. Era un gran cuentista, murió en 1936.
- - ¿Se
acuerda de alguno de esos cuentos? Me gustaría que lo relate.
Movido por la evidente curiosidad de este raro contertulio, que no tenía
trazos intelectuales, desaté mi memoria y le resumí algunos cuentos de “Los vagabundos”, “Los bajos fondos”, “Cuentos de Italia”.
El hombre resultó insaciable, quería más y más relatos, aprovechando que
teníamos todo el tiempo en esas interminables horas. Algunos reclusos más se
sumaron a este improvisado público. Resultaba emocionante advertir que en todos
ellos estos relatos suscitaban sentimientos de identificación, rabia,
solidaridad.
El hombre del altillo se retiró silencioso a su cubil; bajó horas después
para pedirme que le proporcionara los títulos de las obras que conocía yo del
lejano autor. Le indiqué cerca de diez títulos, incluyendo el más conocido de
todos: “La Madre” la novela clásica de la Revolución Rusa. El hombre tomó nota
de la extensa lista, y luego de un momento de silencio, concluyó:
Adquirir todas estas obras debe costar bastante plata…Bueno, cuando salga de la cárcel, con un “levante” que haga, me compro las obras de Máximo Gorki.
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C. M. Mg. Luis Fernando
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